15 de abril de 2012

El chico que veía demasiadas películas - VII




Domingo

Aquella mañana no sonó el despertador y eso significaba que no había escuela. Ni clases, ni fútbol, no había apuro.
Tomás se quedó remoloneando en la cama, mirando los puntitos de polvo que flotaban en el aire de su pieza. La luz del sol que entraba por la ventana los iluminaba como si fueran polvo mágico (“como aquél que dejaban las hadas a su paso”, pensaba Tomás).
Era un verdadero placer (tan grande como saborear las tortas de chocolate de su tía Matilde) disfrutar de ese momento en que pasaba de estar dormido a estar despierto. Y alargarlo todo lo posible.
Por fin —ya casi despierto del todo—, Tomás bajó de su cama y se dirigió al baño. Lavarse la cara (como lo hacía cada mañana a los apurones) pondría el punto final a ese estado de tibia modorra.
El baño estaba en penumbras. Tomás fue directo al lavabo y de un modo automático hizo dos cosas a la vez: con una mano abrió una de las canillas, y con la otra tiró de la cadenita que encendía la luz que estaba sobre el espejo (una tulipa de estilo antiguo —que le gustaba tanto a su mamá).
El espejo estaba iluminado y el agua de la canilla corría, pero Tomás notó que algo faltaba.
A sus espaldas podía ver la puerta del baño, entreabierta, y un par de batas que colgaban de unos ganchos dorados atornillados a ella. Por el espacio entreabierto de la puerta se alcanzaba a ver —en la penumbra del pasillo— la mitad de un cuadro y la mitad de un jarrón apoyado sobre media mesita con patas sobrecargadas de adornos dorados (que también le gustaban tanto a su mamá).
Y eso era todo lo que veía. Eso era todo lo que podía ver en el espejo. Lo que faltaba —ahí, en el centro—, era su imagen, su reflejo. Delante de la puerta, de la mesita, del cuadro y del jarrón (también decorado como le gustaba a su mamá), faltaba él. Recién entonces Tomás se dió cuenta de que se había vuelto invisible.
Con una mano tomó el cepillo de dientes —que cruzó volando por el espejo. Con la otra, el tubo de pasta —que flotó hasta posarse lentamente sobre el cepillo (como un zepelín en una película antigua).
En el cuenco de sus manos —que no se veían ni en el espejo ni fuera de él— juntó agua del lavabo. Con el agua —que caía de la nada como una catarata en miniatura— se lavó la cara (tal como lo hacía, apurado, cada mañana). Pero esta vez no había manos ni cara: sólo agua.
Mientras se secaba, pudo ver la forma de sus manos debajo de la toalla que flotaba en el aire, pero no sus manos, ni sus brazos, ni siquiera las mangas de su pijama. No sólo su cuerpo era invisible sino también su ropa, su ropa de dormir —su pijama a rayas rojas y blancas.
Sentía una mezcla de temor y excitación. Decidió bajar.
En la mesa de la cocina, su padre, su madre y su hermana —menor que él— estaban desayunando. Había café con leche y tostadas con mermelada.
Nadie lo vio bajar las escaleras. Nadie lo vio dar la vuelta a la mesa redonda de la cocina. Y nadie lo vio pararse frente a su silla.
Lo que sí vieron todos fue cómo la silla de Tomás se corría sola hacia atrás. Y tres pares de ojos casi se salen de sus órbitas cuando la jarra flotó por el aire y llenó su taza, y dos terrones de azúcar —que parecían colgar de unos hilos transparentes—cayeron, con un salpicón, sobre el café con leche humeante.
Lo que siguió parecía salido de una película muda. Tres sillas se tumbaron hacia atrás al mismo tiempo. El padre, la madre y la hermana de Tomás —que era menor que él— se pararon espantados, con las manos aferradas al borde de la mesa. Tres pares de ojos desorbitados miraron la silla vacía. Y tres personas dieron media vuelta y salieron corriendo en tres direcciones distintas.
Sólo faltaban —como en los dibujos animados— las nubecitas de polvo flotando en el aire. En su lugar, lo que flotaba era una tostada con mermelada rumbo a la boca invisible de Tomás.
Estaba a punto de morderla cuando oyó una voz detrás de él, que venía de la puerta que daba al jardín:
—¡Nooo! ¿Qué vas a hacer?
—¿Eh? —exclamó Tomás mientras se daba vuelta en su silla.
Era su madre, parada en la puerta de la cocina. Tenía un pañuelo de colores en la cabeza (lleno de esos adornos recargados que tanto le gustaban), un overol gastado, y unas tijeras de podar en la mano.
—Acordate que sos alérgico a la mermelada de frutilla. Esperá que te traigo la de naranja.
Por la ventana de la cocina podía ver a su padre llevando una carretilla, y a su hermana —menor que él— juntando las hojas caídas con un rastrillo rojo.
El sol de otoño acariciaba todo el jardín con una mano tibia, y entraba por la ventana de la cocina haciendo brillar los puntitos de polvo dorado que ondeaban en lentos espirales (como si un hada hubiera acabado de pasar por ahí).


Douglas Wright

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